Esta leyenda se remonta a las
primeras décadas de la dominación árabe y cuando la fortaleza del Benacantil
era la morada de un poderoso Príncipe musulmán, cruel y déspota y dueño y señor
de la comarca. La sumisa población cristiana de la ciudad no dejaba de
hostigarle, por lo que su odio hacia ellos hacía imposible la convivencia de
las dos confesiones. No obstante, el Príncipe tenía una debilidad, su hija
Zahara, hermosa e inteligente para la que su ambicioso padre, que se llamaba
Ben-Abed-el Hacid, tenía previstos prestigiosos pretendientes que le pudieran
aportar alianzas y riquezas para beneficio propio pero Zahara, no se sentía
para nada interesada con las pretensiones de su padre.
Se vivía por entonces una época
tranquila y próspera debido a la tregua pactada con la población cristiana, lo
que propiciaba que se sucedieran las celebraciones y fiestas, organizadas por
el Príncipe, en el Castillo, con el objeto de invitar a prestigiosos y audaces
pretendientes para que pudieran demostrar sus habilidades ante su hija Zahara a
lo que la hermosa joven siempre mostraba indiferencia.
En una de estas fiestas Zahara,
cansada y aburrida, paseaba por su jardín particular cuando escuchó entre los
árboles un ruido y vio esconderse una sombra. La valiente y curiosa Princesa no
dudó en dirigirse al intruso y exclamar
-¿quién anda ahí?-.
De su escondite apareció un
apuesto joven cristiano que se quedó inmóvil observándola. Zahara le interpeló
y le hizo saber que si era descubierto por sus guardias dentro del recinto,
sería condenado a la pena de muerte. El joven le contestó que ya nada le
importaba después de haber admirado su belleza y hermosura y haber conseguido
su objetivo que era poder verla y mirarle a los ojos. Zahara se encontraba
nerviosa y turbada por la presencia del joven, pues estaba acostumbrada a que
todo el mundo se humillara ante ella. Iniciaron una conversación y el joven le
evidenció su amor hacia ella, lo que provocó la emoción de la Princesa y
comenzó a tener curiosidad y aprecio por aquél joven, que se llamaba Fernando y
era el primogénito del Conde García de Oñate, enemigo acérrimo de su padre, el
Príncipe musulmán Ben-Abed-el-Hacid. Zahara le dijo.
-Yo no deseo que mueras.- le tomó
la mano y lo dirigió hacia un secreto pasadizo, escondido tras unos rosales, y
que lo conduciría fuera de las murallas.
-Volveré-, le dijo Fernando.
Los días transcurrían y Zahara no podía
apartar de su mente a aquél apuesto y osado joven que puso su vida en peligro
sólo por conocerla. Su tristeza y melancolía esran evidentes hasta tal punto,
que su nodriza no tardó tiempo en percatarse. La princesita estaba enamorada.
Su nodriza le advirtió del peligro que correría Fernando si su padre llegara a
sospecharlo. En esos días, Ben-Abed-el Hacid, hacía gestiones con el Sultán de Damasco,
pues en su mente se fraguaba la idea de conseguir una alianza con aquél
poderoso sultán y que al mismo tiempo le garantizara la seguridad para su
adorada hija y riqueza para los suyos. Mientras esto ocurría, la Princesa día a
día iba entristeciendo y desmejorando y, de eso, no tardó tiempo en darse
cuenta su padre, que comenzaba a preocuparse y a alarmarse, y trataba de
consolar a su hija, pero esta solo le respondía abrazándose a él y llorando.
Tanta preocupación causó en Ben-Abed-el Hacid que decidió consultarlo con el
astrólogo real quien, después de realizar las investigaciones y cábalas
oportunas, le respondió al Príncipe:
-Tu hija, poderoso señor, padece
un mal propio de la juventud. Está enferma de Amor. ¡De un amor imposible¡-
El Príncipe montó en cólera y se
dirigió al astrólogo:
-¡Ibrahim, creo que mientes, pero
si tan seguro estás de ello, dame el remedio que haya de curar a mi hija, de lo
contrario morirás¡-
Ibrahim , el astrólogo, le
contestó con serenidad:
-¡Oh señor, de nada te serviría
mi muerte ya que sólo el amor es quien puede salvar a la Princesa-. -Entonces,
empezaré de inmediato los preparativos de boda con el Sultán,- dijo Ben-Abed
-¡Oh, Príncipe, no has
comprendido nada. Zahara no sanará con el amor que tú le ofrezcas, sino el elegido
por su corazón.-
Mientras tanto, Zahara acudía
diariamente a su cita con Fernando tras los espesos rosales que ocultaban el
pasadizo por donde este accedía y así día a día y embriagados por el suave olor
de las rosas, iban alimentado su amor tanto así, que la Princesa estaba
dispuesta a abandonar su Patria y su Religión y saltar estas barreras para huir
y pasar el resto de sus días junto a su enamorado Fernando. Pocos días después,
Zahara fue llamada a presencia de su padre y este le informó que, en breve,
iban a partir hacia Damasco para desposarse con el poderoso Sultán. Un grito
desesperado salió por la garganta de la joven.
-¡No, no iré nunca¡-. Su padre
desconcertado y montando en cólera, zarandeó violentamente a su hija.
-¿Porqué desobedeces mis órdenes¡
¿Porqué no irás¡
- Porque amo a otro.- dijo
Zahara.
Su padre la abofeteó.
-¡Su nombre¡- le exigió mientras
continuaba zarandeándola con tanta fuerza que la Princesa no pudo evitar
revelar su pasión. Ben-Abed comenzó a hilar su venganza. Tenía que dar muerte
al muchacho. No tardaron los soldados en sorprender a los amantes y el joven
fue apresado. Zahara sabía lo que le esperaba a Fernando y enfermó. La Princesa
se moría …de amor. Su padre, al conocer la gravedad de la enfermedad de la
joven y, comido por el remordimiento, fue a verla no sin antes, haber preparado
una estratagema como buen militar que era.
-Zahara- le dijo -hagamos un
pacto. Si yo gano, tú tendrás que obedecer mis órdenes-
Lo que encerraba los planes de
boda con el Sultán de Damasco
-y si ganas tú, te dejaré
libertad para que elijas a tu esposo.-
La joven asintió. No podía sino
que aceptar. Asomándose por la ventana le dijo
-Mira este paisaje- señalando las
laderas del Benacantil, -si mañana amanece nevado y cubierto de un manto blanco,
tú ganarás. Si por el contrario todo sigue igual, habré ganado yo y tú
obedecerás irremediablemente mis órdenes.-
La noche se hizo eterna para
Zahara. Al amanecer observó por la ventana un cielo azul purísimo, lo que le
hizo estremecer pero al incorporarse, una exclamación salió de sus labios. ¡Era
asombroso¡ Toda la extensión que abarcaban sus ojos aparecía cubierta por un
manto blanco. ¡Todos los almendros que poblaban los alrededores y las laderas
del Benacantil habían florecido esa noche, como si la Naturaleza hubiera
querido demostrar su solidaridad con la Princesa¡ ¡Había ganado la apuesta¡
Zahara corrió hacia los aposentos de su padre
emocionada para solicitarle la puesta en libertad de Fernando de pronto, se
detuvo y quedó paralizada. Enmudecida. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo.
Un grito desgarrador surgió de su interior. Su mirada estaba fija en el torreón
del que una figura humana pendía de la horca… Su padre ya había cumplido su
venganza adelantándose a los acontecimientos. Zahara se dirigió velozmente
hacia allí y se abrazó al cuerpo, ya sin vida, de Fernando. Los dos enamorados,
ya unidos para siempre, se precipitaron al vacío al romperse la cuerda que los
sujetaba. Ben-Abed corrió hacia el torreón intentando llegar a tiempo… pero ya
fue demasiado tarde. El Príncipe lanzó un grito y se desvaneció cayendo también
por el acantilado, pero su cuerpo quedó apresado entre los riscos y matorrales
que forman el "Matxo del Castell", perdiendo también su vida. Al día
siguiente, la ciudad entera quedaría muda de asombro. En el Benacantil se podía
observar un rostro labrado en la roca, que recordaba al del Príncipe
Ben-Abed-el-Hacid. La imaginación popular halló pronto la explicación. El Moro
había sido castigado por su crueldad y su rostro permanecería eternamente
azotado por los vientos y expuesto a todas las vejaciones del tiempo y de los
hombres.
(Basado en "Leyendas
Alicantinas", de Agustina Ruiz de Mateo y Juan Mateo Box)
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